La historia de Morena, de Santa Isabel, en La Nación

“No quiero sufrir como mi papá”. Tiene 16 años, su familia apenas sobrevive con la cría de chivas y ella no se imagina en el campo. La periodista Micaela Urdinez ilustró para El Hombre del Futuro de La Nación la historia Morena Escobar.

Zonales17 de julio de 2023Redacción: InfoHuellaRedacción: InfoHuella
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Está en 5to año en la escuela de Santa Isabel, un pueblito del oeste pampeano; le encantan los animales, pero no se imagina el futuro en un lugar sin agua potable ni luz.

Hace frío. Está nublado. Parece que va a llover en esta zona del oeste pampeano. El más seco. Son las 9:30 de la mañana y en la casa del campo de la familia Escobar no hay luz porque solo tienen paneles solares. Pero hay que salir igual a soltar a las chivas, a revisar que tengan agua las vacas, a darle de comer a las gallinas.

Abrigada solo con un buzo, Morena Luján Escobar se dirige con sus papás al corral de las chivas. Las tocan para ver si están preñadas, las revisan y las sueltan para que salgan a alimentarse por ahí. “Lo que más me gusta hacer cuando vengo al campo es andar a caballo y ayudar a mi papá con las chivas. Lo acompaño a recorrer, también me sumo cuando tienen que carnear y les doy alimentos a las gallinas”, cuenta esta adolescente de 16 años que hoy vive con sus papás y su hermana menor de 11 años en Santa Isabel, el pueblo que queda a 10 kilómetros del campo en el que se crió su papá.

Todos los días su papá viene a ocuparse de los animales. Cuando el campo rendía más, tenían ovejas, vivían de forma permanente en el campo y los vendedores ambulantes circulaban ofreciendo todo lo que hacía falta. Hoy, apenas sobreviven.

“No quiero sufrir como mi papá”, dice Morena al verlo renegar por la falta de agua potable, soportando las bajas temperaturas, la falta de luz o de heladera. “Lo que hace mi papá acá yo no me veo haciéndolo porque no es fácil y yo no siento la misma pasión que él. Él aguantó muchas cosas acá que yo no podría aguantar”, dice Morena y se quiebra.

Mario Escobar, su papá, siempre hizo este trabajo y la escucha acongojado debajo de su gorra. “No llores hija. Es la vida que nos tocó. Es algo que muchas otras familias de la zona deben estar pasando también”, dice para consolarla y la abraza.

Su mamá, Silvia Suárez, hizo el proceso inverso. Nació en Santa Isabel y se fue enamorando del campo. “A More le encanta ensillar y andar a caballo. Lo acompaña al padre a amamantar a los chivos, buscamos leña, salimos a recorrer. Más que nada vamos al puente, a ver si hay agua en el río. A ella le gusta estar acá porque es muy sano, no hay peligro. El pueblo es otra cosa”, dice convencida.

Solo agua salada

El campo está ubicado sobre el Río Salado y el principal problema en la zona es la falta de agua potable. Mario sale a chequear si el molino está funcionando y ve que un chorrito cae en el tanque australiano que se empieza a llenar de a poco. “Es agua mala. Es muy salada. No te la toman directamente los animales. En invierno quizás es más tomable pero en verano imposible. Dan vueltas, meten el hocico y no la toman. Esto viene de años, no es de ahora. Siempre tuve este tema”, dice este hombre que está cansado de depender de que la municipalidad le traiga agua dulce en camiones para mezclarla con la que tiene. Además, un camión se lo dan gratis y el que sigue lo tiene que pagar.

Del molino solo sale agua salada que los animales no toman; la municipalidad les entrega camiones de agua dulce para poder mezclarla

Durante la semana Silvia se ocupa de sus dos hijas y trabaja en la huerta comunitaria de la Cooperativa La Comunitaria en Santa Isabel junto a otros compañeros. Además del ingreso económico, tiene asegurada la verdura para la familia. “Las compañeras consumimos de la huerta, no tenemos que comprar. También conseguimos el maíz. La carne, la sacamos del campo”, dice Silvia que el día anterior estuvo sacando yuyos y regando las plantas de la huerta.

El trabajo rural es arduo. Hay que estar detrás de las vacas, las chivas, los yeguarizos y las aves. “Durante el verano los calores son impresionantes. Y en invierno el frío es tremendo. Mario viene todos los días. De lunes a lunes. Cuando estamos en la época de parición de las chivas, trabajamos en conjunto. Ahora quizás no lo puedo acompañar durante la semana, pero los fines de semana vengo seguro”, explica Silvia.

Como no le alcanza con los animales para sostener a toda la familia, Mario también se ocupa de cuidar los animales de otros vecinos. “De eso vivo. Sobrevivo, como quien dice. Acá estoy luchándola hasta que Dios diga ´hasta acá llegaste Mario´. El chivito hoy está y es una platita que entra, pero va y viene. Es plata que no te la guardás, es para sobrevivir. Es difícil, hay que estar en el campo”, agrega su papá.

Extrañar a su papá

Morena se sonríe cuando se acuerda de su infancia encerrada en los corrales charlando con los chivos. Era la encargada de darles comida y pasto a los caballos. Toda la familia estaba reunida y compartían el día. “Es mucho mejor el campo que el pueblo, es tranquilo y no hay tanta bulla. Era lindo pasar tiempo de calidad acá. Yo jugaba con mis hermanos y con mi papá. De ahí nació esa preferencia por el campo. Cuando estoy en el pueblo a mi papá lo veo de vez en cuando. Si vengo acá, puedo estar todo el día con él. Cuando crecí ya no vine más porque me dediqué mucho a la escuela y ahora lo veo solo a la noche a papá”, agrega More mientras va con su mamá a darle de comer maíz a las gallinas.

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Ese equilibrio se rompió cuando ella tuvo que empezar la escuela y la familia se mudó a Santa Isabel. “Estuvimos un tiempo viviendo acá pero cuando empezaron a ir a la escuela, el ir y venir se hizo imposible, levantarlos temprano, se me hacía difícil a mí también”, recuerda su papá.

Si tiene que elegir entre el campo y el pueblo, More elige el campo y estar con los animales. "Es más tranquilo acá", dice

Además de la falta de agua y la adversidad climática que son históricas en esta zona, hoy se le suma la profunda sequía y la crisis económica. “Hoy andás con lo justo. Está difícil vivir de esto porque todo aumenta. Además, acá está lejos de todo. Hay zonas en donde los caminos son malísimos, la gente no puede sacar los animales”, agrega Mario.

Hoy Morena se dedica exclusivamente a la escuela. Cursa 5to año por la tarde y le falta uno más para terminar. Por las mañanas, se dedica a estar con su mamá y su hermana, hacer los deberes o mirar televisión.

“La pandemia me desequilibró”

Cerca del mediodía se larga a llover y Mario prende un fuego en el hogar adentro de la casa. La familia se ubica alrededor de la mesa y Morena se calienta las manos con las llamas. “Cuando termine la escuela mi idea es irme a estudiar algo. Porque siempre me plantee que tengo que ser alguien en la vida y no depender de mis papás. Me va a costar mucho irme porque yo soy muy pegada a ellos”, explica Morena.

La pandemia fue un antes y un después en su vida. Hasta ese momento, salía con sus amigas, jugaba al hockey, casi no estaba en su casa y no le daba tanta importancia a la escuela. Pero los dos años de confinamiento la afectaron profundamente. “La pandemia me desequilibró”, dice Morena en un ambiente casi de confesión, solo con la luz del fuego iluminándole la cara. “Ahí me encerré. No salía del cuarto, no comía, no tenía ganas de nada y perdí contacto con amigos míos. Yo me guardo cosas y no hablo. Y sé que va a llegar un momento en el que no voy a poder más y voy a explotar”, agrega en un tono casi inaudible.

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Lo único bueno que saca del confinamiento es que empezó a pasar tiempo con sus papás y de, alguna manera, se empezaron a conocer. Esa cercanía se nota en la necesidad que tiene Morena de abrazarlos, de estar pegada a ellos, de agradecerles por su sacrificio. “Si hoy estudio es por mis papás porque ellos lamentablemente no pudieron estudiar. Estoy muy agradecida porque si ellos no hicieran lo que hacen yo no tendría todo lo que tengo”, agrega Morena.

Además del impacto emocional, le costó mucho seguir conectada con la escuela a la distancia y siente que perdió esos dos años. “No aprendí mucho porque te mandaban el trabajo a vos y no te podían enseñar bien. Entonces hacía corte y pegue nomás. Hoy en día hablamos de temas que vimos en 3ero o 2do y yo no sé nada porque no aprendí nada. Pero si me esfuerzo sé que voy a poder pasar para irme a estudiar”, cuenta.

Sus principales preocupaciones hoy son la escuela y su salud. Durante la pandemia dejó de hacer las tres comidas, adelgazó mucho y eso la debilitó. “No estoy grave, pero es cuestión de que coma más. Ahora me dedico a desayunar, almorzar y cenar. Yo sufro de anemia y como que no puedo subir de peso. Ahora estoy mejor”, agrega Morena.

El futuro, lejos del campo

Mario sabe que el futuro de sus hijas no está en el campo porque ahí ya no hay oportunidades. “Si hubiera un varón de por medio, quizás. Pero tengo dos mujeres. Hoy son chicas, están estudiando y se pueden ir, hacer sus vidas. No las puedo obligar porque van a elegir lo que quieran ser en su vida”, dice.

Morena siempre quiso ser veterinaria, pero en el último tiempo tomó conciencia de que le va a costar mucho poder sobreponerse a la impresión que le dan la sangre y las agujas. “Siento que no voy a poder con las operaciones, es mucho. Me va bien en las materias de psicología y geografía así que puedo seguir algo de eso. Lo de psicología lo saqué porque me gusta escuchar a las personas, aunque no sé si soy tan buena dando consejos. Todavía nunca fui al psicólogo pero tengo pensado ir”, cuenta.

Se acerca el mediodía y la familia tiene que volver al pueblo para almorzar y para que Morena se prepare para entrar en la secundaria a las 13:20. Hay todo un esfuerzo atrás de estos padres que quieren que sus hijas tengan un futuro mejor. “More tiene que estudiar. ¿Qué otra cosa va hacer? No le conviene estar como nosotros. Nosotros vivimos al día a día. Me gustaría que mis hijas hagan lo que yo no pude hacer, que sean alguien en la vida, tener un título y un trabajo, un sueldo, ser independiente”, señala Silvia.

Lo que sea que Morena quiera estudiar, lo va a tener que hacer lejos de su casa. Seguramente en General Pico, en donde vive una hermana mayor (por parte de su madre) que está estudiando para ser maestra. “Me imagino yéndome con ella así no tengo que ir sola. Los alquileres están altísimos y son imposibles de conseguir. Y tampoco sabés guiarte. Ella es como una segunda madre, pasé la mitad de mi vida con ella y somos muy pegadas. Con ella a mi lado siento que voy a poder”, dice ilusionada.

Cuando se pone a pensar en tres deseos, lo primero que se le ocurre es poder terminar la escuela y gozar de buena salud. “Ya lo tengo todo: amor, familia y salud. Sí pediría tener luz y agua acá en el campo. Al campo le faltan muchas cosas”, concluye.

Fuente: La Nación / Por: Micaela Urdinez

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