
Es pampeano, de La Cámpora y está acusado de recibir coimas millonarias
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En el marco de la semana de Prevención de muerte súbita, compartimos un cuento que nos invita a reflexionar sobre los peligros invisibles que acechan en nuestro interior. La nutricionista Carolina Riesgo – quien integra el staff de profesionales del Hospital Luisa Pedemonte de Pistarini de Victorica - nos trae un relato que personifica al colesterol, mostrando de manera didáctica y entretenida cómo nuestras elecciones de vida y alimentación pueden convertirse en nuestros peores enemigos, aunque a la hora de juzgar, miremos al banquillo equivocado.
31 de agosto de 2024En el banquillo: mi querido pequeño y denso colesterol
Escribe: Carolina Riesgo / Lic. Nutricionista MP: 2809
"Tuvo un evento cardiovascular", dijo el médico, mientras trataba de estabilizar al paciente.
Aturdido, el cerebro del paciente trató de razonar con pocas fuerzas y llamó rápidamente a los posibles culpables de semejante disturbio casi mortal.
En dos patadas, el salón de reuniones se llenó; era imperioso saber quién había provocado en el cuerpo de ese paciente semejante desastre.
Aparecieron todos los colesteroles convocados, había que identificar quién de todos ellos era el culpable. Yo, que no tenía nada que ver con todo este caos, me quedé oculta. Es sabido que, en estas reuniones, en 3, 2, 1 quedás pegada y, como mínimo, te comés tres horas declarando como testigo. Esconderme, más que un acto de cobardía, era un acto necesario
En fin, el salón se llenó en un segundo; eran una banda. Si bien eran todos colesteroles, descubrí que su actitud, su tamaño y su forma eran variadas.
En el salón se empezó a correr el rumor de que el culpable estaba en el fondo. Allí, pequeño, denso y amorfo, se escondía entre unos colesteroles grandotes con cara de "ni".
Entendí en un segundo que ser un colesterol denso, pequeño y amorfo era el perfil de un típico infartador.
Me quedé al margen del salón observando la escena. ¡Posta!, era un juicio.
Lo sentaron en el banquillo de los acusados; ya para estas alturas había acumulado varias acusaciones: rotura de cañerías, activación de las fuerzas de defensa y, finalmente, taponamiento de caños de vital importancia para los barrios del cuerpo.
Como daños añadidos durante el juicio, le fueron sumando más acusaciones, como el de dejar muchos barrios sin oxígeno y sin comida.
Los otros colesteroles, para zafar y no sufrir el mismo destino de ser juzgados, comenzaron a gritarle: ¡piquetero! ¡asesino! Otros colesteroles, un poco más cuidadosos de las formas, le gritaban "rompecorazones". Uno se levantó desde el fondo y lo apuntó con el dedo, acusándolo de estar asociado con una fábrica de stents en busca de alguna coima...
¡Qué hermoso despelote! El colesterol pequeño y denso estaba en el horno con papas.
Se cansaron de acusarlo; la verdad… fue agotador.
El momento del veredicto final llegó y la presión era insoportable en el salón. El aire se cortaba con un Tramontina de plástico. Él era eso que todos decían: un colesterol pequeño, denso y oxidado.
Tenía todo lo necesario para tapar una arteria... era él, sin dudas, el culpable de todo.
El ambiente se puso tenso, y en ese contexto comenzó su relato de defensa.
Aun estando muy lejos en el salón, pude escuchar la angustia en su voz y sus palabras entrecortadas, asumiendo su culpa de casi todo… excepto, la de estar asociado con la industria de los tubitos de malla de metal que se expanden dentro de una arteria del corazón (stent). “¡Eso no es cosa de los colesteroles!”, dijo, como si estuviese parafraseando un discurso de algún líder político. Del resto, asumió todos los reproches.
De a poco, comenzó a describir su vida en la circulación: bastante larga, bastante más larga que la del resto de los colesteroles. Esta estadía larga en la circulación va complicando la exposición a las malas influencias. “Cuando querés ver – dijo - entrás a tener cada vez más roce con la industria alimentaria, con jarabes azucarados, químicos, colorantes y prefritos, y vas cambiando tu estructura, sumado a la escasez de antioxidantes. ¡Acá… las frutas, los vegetales y legumbres no existen! ¡El pescado, bien gracias! Y sin contar que vivo en un tipo que no se mueve nada y se la pasa tiktokeando con un celular”.
“Yo no tenía en mis planes oxidarme y romper cañerías; ¡yo quería ser otra cosa!”, agregó.
El salón quedó callado; no volaba una mosca.
Él se quedó más callado que el salón, esperando el veredicto del juez.
Yo me levanté y caminé hacia la puerta.
No quise quedarme a escuchar el veredicto final; me angustié pensando que quien estaba en el banquillo - como pasa tantas veces - no era más que una víctima de la industria del consumo, esa que no nos deja decidir libremente, la que pone más barato un kilo de galletitas llenas de porquerías que un kilo de fruta, la misma que nos vende aplicaciones para que estemos cada vez más quietos, sedentarios y solos, gastando nuestro hermoso tiempo en consumir para llenarle los bolsillos a algunos pocos.
Me fui, indignada, yo y mi filosofía de ver las cosas de manera diferente, pensando que nos falta un montón para juzgar… primero el proceso, y no el resultado.
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