Quedarse en silencio

Escribe: Analía Vázquez / Cuando Nahuel vio la llamada perdida, comenzó la reunión y tuvo que demorar la respuesta.  Era una mañana complicada, de esas en que nada sale como está planificado. Apenas pudo, llamó a su padre; siempre era reconfortante escuchar su voz, porque lo ayudaba a ver la vida desde una perspectiva más sabia y sencilla.

Escribiendo 11 de agosto de 2022 Escribe: Analía Vázquez Escribe: Analía Vázquez
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Perdoná pá no te podía atender. ¿Qué contás viejo? Del otro lado, las palabras vibraron con una mezcla de ansiedad y fatiga. Me hicieron el test y dio positivo.  
Había que ser pragmático, tenía una dosis. Pero de pronto sintió como si la distancia se multiplicara en una sucesión infinita de espejos cuyo reflejo era un fantasma. Corazón. Asma. Vacuna. Contagio. Sintió una serpiente enredándose desde el estómago. Lo llamó unas cinco veces más durante el resto del día, con cualquier excusa, como si la voz pudiese evidenciar el síntoma que lo carcomía en silencio. Nahuel decidió desoír las noticias, subió al auto para adentrarse en la ruta desértica y atravesar los quinientos kilómetros que lo separaban de su padre. Cuando llegó al control policial supo en carne propia que el toque de queda no admitía ninguna excepción. Otro llamado. No te preocupes, te dije que estoy bien.  
A los pocos días consiguió un permiso especial y llegó al pueblo. Su padre había sido trasladado al hospital vecino. Pudo verlo de lejos a través de una ventana que comunicaba la habitación con la vereda. Dos mundos divididos por una realidad indomable. Cómo cruzar esa ventana y darle un abrazo. Cómo volver los días atrás, cómo detectar el posible y maldito momento del contagio. Estamos preparando el traslado a la ciudad, anunció la enfermera. Usted no puede ir, se van a comunicar los médicos por teléfono, está prohibido entrar, pero en unos días vuelve. Van a probar con suero equino y más oxígeno. 
Los días comenzaron a diluirse en un reloj de arena sin tiempo.  Sólo una llamada más, esta vez con cámara, así lo habían permitido los médicos. Del otro lado, se cruzó la sombra del fantasma que vagabundeaba en los espejos. Una máscara de astronauta sonrió apenas y una mano hinchada saludó en el aire. Quería decir, pero a las palabras se las fue devorando la serpiente, trenzada ahora en su garganta.  
  
Ilustración: Martha Marino

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