Pixel 10 y la Babel de silicio: la confusión lingüística

Por Juan Pablo Neveu, formador en Inteligencia Artificial. En el escenario del último Made by Google, la ovación no fue para una cámara nueva ni para un diseño distinto, sino para una promesa: el nuevo Pixel 10 traduce llamadas en tiempo real en el propio teléfono y recrea la voz de cada interlocutor.

Columnas15 de septiembre de 2025Juan Pablo NeveuJuan Pablo Neveu
Diseño sin título

Google lo presenta como una forma de “construir conexión a través de los idiomas” gracias al procesador Tensor G5 y a modelos de IA en el dispositivo; funciona —por ahora— en tiempo real entre idiomas como el español, el inglés, el francés, el alemán, el japonés, el hindi, el italiano, el portugués, el sueco, el ruso y el indonesio (siempre con el inglés como intermediario en el backstage). La escena, filmada mil veces para redes, parece magia: alguien habla en La Pampa y se escucha, al instante, en Tokio, en japonés, con una voz que sigue siendo “la suya”.

La misma compañía, sin embargo, incluye una nota al pie que conviene leer como quien lee un prospecto médico: “la precisión de la traducción puede variar; verificá siempre la información importante”. Y agrega un gesto de transparencia operativa: al activar Voice Translate en una llamada, ambas partes escuchan un breve aviso antes de comenzar. La maravilla tecnológica llega, sí, pero con una advertencia que nos devuelve a tierra.

La pregunta que late detrás de la demostración es menos efectista y más antigua: ¿Qué se pierde cuando el puente entre dos lenguas lo tiende una máquina? La inquietud no es nueva. Geoffrey Hinton —pionero de la IA— lo dijo hace semanas con desparpajo británico: “Me no sorprendería que [los sistemas] desarrollaran su propio lenguaje para pensar, y que no tengamos idea de lo que está haciendo”. Lo dijo en el pódcast One Decision, y la prensa lo subrayó por lo que implica: si el razonamiento interno se vuelve opaco, la confianza social se erosiona.

La discusión sobre los riesgos de la inteligencia artificial debería centrarse en reconocer cómo nuestra propia tendencia a delegar juicio en sistemas opacos erosiona la autonomía crítica. Flavia Costa, doctora en Ciencias Sociales, lo sintetizó con claridad en una entrevista reciente: la inteligencia artificial ya no es un instrumento exterior, es un ambiente que habitamos. Se trata de un entorno que nos moldea en cada interacción. Y si habitamos ese “mundo ambiente” sin aprender a leerlo críticamente, corremos el riesgo de naturalizar un escenario diseñado por otros, donde la agencia humana se diluye en la eficiencia estadística de la máquina.

A esta conversación global conviene sumarle otra voz local: Ariel Vercelli, académico e investigador del CONICET especializado en tecnología, redes sociales e inteligencia artificial, escribió una frase que hoy funciona como estribillo y advertencia: “Las IA no son neutrales. Forman parte de un capitalismo extractivista”. Leída junto a la apuesta del Pixel 10, la frase de Vercelli despeja la niebla de la fascinación. La traducción automática en tiempo real puede ampliar oportunidades —negocios, turismo, cooperación científica—, pero instituye mediaciones: empresas que administran la conversación; arquitecturas algorítmicas que calculan, token por token, salidas “plausibles” (no verdades), y una experiencia donde lo fluido puede confundirse con lo exacto. Como recordaron Bender, Gebru y colegas en su célebre crítica a los “stochastic parrots”, los modelos de lenguaje no comprenden: predicen.

¿Significa esto que deberíamos replegarnos ante la novedad? En absoluto. Significa, más bien, que deberíamos cuidarnos de la rendición cognitiva. Así como el Pixel 10 promete puentes instantáneos, el aprendizaje de lenguas nos da la capacidad de expandir nuestros límites y de auditar esos puentes y no depender ciegamente de ellos. Una segunda lengua permite verificar nombres propios, cifras, matices; reduce la ansiedad de depender de la conectividad o de una latencia; agrega confianza cultural allí donde la voz clonada suena todavía ajena.

La educación tiene aquí una tarea trascendente, actual y relevante: formar en alfabetizaciones múltiples. Lingüísticas, para sostener el multilingüismo; culturales, para leer ironías, referentes y silencios; tecnológicas, para entender cómo funcionan las IA metatecnológicas, en tanto ambiente que habitamos, y por qué un aviso legal como “la precisión puede variar” no es mero formalismo; críticas y éticas, para preguntar quién controla los puentes y con qué reglas se atraviesan.

Volvamos a la escena inicial. Una llamada desde Santa Rosa y, en otra latitud, suena nuestra propia voz, traducida a otro idioma. Es cómodo creer que la barrera del idioma “cayó”. Más prudente es admitir que cambió de lugar: ya no está entre hablantes, sino entre hablantes y mediadores. Si cultivamos idiomas y pensamiento —si sostenemos la autonomía que piden Costa, Hinton y Vercelli—, la tecnología será aliada y no sustituto.

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