Eusebia se levanta a las cuatro de la mañana, unos minutos antes de que suene el despertador. Besa la frente de Antonio y la siente fresca. El antibiótico está haciendo efecto. En la penumbra de la habitación, tantea los anteojos y con ellos el ungüento casero de limón y romero para ponerse en las piernas, luego las medias ortopédicas.
La telenense que un día conoció el mar y el amor, pero el amor de su vida
Pehuen Co está lejos de Telén, muy lejos. El colectivo del pueblo que a los costados decía Municipalidad de Telén y atrás tenía un dibujo de la Plazoleta que recuerda a Daniel Enrique Lagos la llevó y la trajo aquel verano del 96, donde su vida cambió para siempre.
Escribiendo 21 de marzo de 2024 Por: Cristian Javier AcuñaLas Colonias de Vacaciones eran motivos para ligar un viaje a algún lugar, además de las remeras con las iniciales de Juan Domingo Perón que puestas allí querían decir Juegos Deportivos Pampeanos. El contingente de Telén estaba integrado por adolescentes de 14 a 16 años. Ella tenía 19 años y era referente del Pro Vida. Al cierre de temporada, se programó un viaje al balneario bonaerense, donde el gobierno de La Pampa tenía - convenio de por medio – un albergue que continúa hasta la actualidad.
Se sentó del lado de la ventanilla más o menos a la mitad. De allí observaba los alambrados al costado de la ruta, algún campo de girasoles, sin perder de vista lo que sucedía adentro del colectivo con esos chicas y chicos del pueblo que en total eran casi unos 30. Un puñado adelante cebándole mates a un colectivero que tenía la manía de acomodarse el cuello de la camisa cada tres segundos. No había celulares, la mayoría jugaba a las cartas o, los que iban adelante, a adivinar la terminación de la patente de los autos, camiones y camionetas que venían de frente. Todo parecía camuflar esa ansiedad por conocer el mar. Verlo por primera vez… con la fantasía de ver un barco, aunque sea de lejos, como esos que parecen perderse en el horizonte en las películas o en alguna publicidad de contratapa de revistas.
Ella también tenía esa ansiedad. En números, estaba a unas 7 horas, a unos 560 kilómetros de conocer la playa, la arena, el sol y ese mar de agua interminable.
Cuando el colectivo terminó de dar su última gambeta entre tantos pinos, la ansiedad explotaba a gritos en una carrera por trepar los médanos calientes para ver el mar. Ella quedó muda. Esa inmensidad le pasó por el cuerpo. Tenía hasta ganas de refregarse los ojos y volver a mirar. El mar. Por unos segundos, retomó su oficio de referente y empezó a custodiar con la mirada a quienes mojaron sus pies o a quienes se tiraron de una a chocar con las olas.
Por la tarde, se puso una malla celeste y el sol le fue pegando en la piel. Sus 19 años, su pelo oscuro y sonrisa gigante no pasaban desapercibidos en aquella playa que por momentos parecía conquistada por los gritos y locuras de aquel puñado de telenenses.
A la tardecita, más de uno volvió a ver caer el sol. La playa parecía una tapera, una tapera con playa donde crujían el viento y las olas. Se quedó ahí a escuchar el ruido, como quien trata de guardar algo que no sabe si volverá a escuchar.
Al día siguiente, los 19 años de aquella piba de Telén habían atrapado la mirada de un perfecto desconocido en el campamento. Se le acercó y charlaron algo, lo justo y lo necesario. Al día siguiente, un aguavivas trajo ardor, pero también alivio. La atacó en la pierna y ahí estaba él, para dar recomendaciones. Al caer la tarde, la charla se volvió a repetir, esta vez, pegaron onda jugando en la máquina de sacar peluches.
Con el correr de los días, la piel ya no tenía solo el rastro que deja el sol en la playa ni las medusas: ese perfecto ya no era tal. Hicieron el amor en la arena mientras caía el sol. Ella lo miraba y lo escuchaba. Le habló de vivir juntos, de un amor que podía sobrevivir a la distancia que los separaba entre ese mar de Pehuen Co y ese mar donde navega el silencio en el oeste pampeano.
Fue en febrero de 1996. Ella volvió al pueblo. No había celular, internet ni redes sociales. Le dejó el número de teléfono fijo de una vecina que vive en la esquina y se quedó esperando el llamado, con la incertidumbre de no saber hasta dónde había sido una aventura o si esas palabras a los ojos eran parte de esos sueños que se sueñan despiertos. Al día siguiente, la llamó. No había dudas, era un sueño para soñar despierta: él la llamaba casi todos los días.
Después de unos meses, fue a visitarla a Telén, donde ella vivía con su mamá. Luego de tres años, nació su hijo. Ella se recibió de maestra y es una apasionada por la docencia. Hoy siguen juntos, disfrutando de ese amor de verano que se extendió en el tiempo.
Comenzó hace 28 años atrás cuando – sin saber lo que le había dibujado el destino - ella se subió al colectivo de Telén en busca de conocer la playa, la arena, las olas… Pero fue más que eso. Ese día conoció el mar y el amor, pero el amor de su vida.
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